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    75 Aniversario. Annapurna 1950: Primer ochomil.

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    Hace exactamente 75 años, un 3 de junio de 1950, un grupo formado por los mejores alpinistas franceses del momento firmó una de las gestas más extraordinarias —y trágicas— de la historia del himalayismo: la primera ascensión a una montaña de más de ocho mil metros, el Annapurna I (8.091 m).

    La Gran Carrera por los Ochomiles.

    A mediados del siglo XX, la cordillera del Himalaya continuaba siendo, en gran parte, un territorio desconocido e inexplorado, y ninguno de los 14 grandes picos de ocho mil metros había sido jamás coronado. El Nanga Parbat, intentado con insistencia por los alemanes en la década de 1930, se había cobrado más de 30 vidas; el Everest resistía a los británicos como una fortaleza inexpugnable (habían alcanzado los 8.570 metros en 1933); y el K2 había repelido los intentos de italianos y estadounidenses, que habían estado cerca de conseguirlo en 1938 y 1939.

    En este escenario, Francia —recién salida de la Segunda Guerra Mundial y deseosa de recuperar su prestigio internacional— recibió autorización para organizar una expedición en el Himalaya nepalí. Era el año 1950, y Nepal acababa de abrir sus fronteras al exterior después de un siglo.

    Al principio, los franceses tenían en mente el Dhaulagiri. Hacia allí se dirigieron pero, tras varias semanas de exploraciones infructuosas, llegaron a la conclusión de que se trataba de una empresa irrealizable en el corto plazo. De este modo, el 14 de mayo, tras más de un mes en Nepal, el grupo encabezado por Maurice Herzog tomó la controvertida decisión de cambiar de objetivo y dirigir sus esfuerzos hacia el Annapurna, una montaña prácticamente desconocida, sin apenas fotografías y de la que ni tan siquiera conocían la ruta de aproximación. Una apuesta a ciegas en una carrera contrarreloj frente a la inminente llegada del monzón. Y así sería, el día 24 de mayo llegaron noticias de la India, el monzón ya había llegado a Calcuta y se preveía que hacia el día 5 de junio llegara a las montañas .

    El equipo

    La expedición estaba liderada por Maurice Herzog, un joven político y alpinista con sólida experiencia en los Alpes. Le acompañaban tres guías de Chamonix, Louis Lachenal, Gaston Rébuffat y Lionel Terray, todos miembros del prestigioso Grupo de Alta Montaña (GHM) francés. También formaban parte del equipo Jean Couzy, Marcel Ichac (cineasta), Jacques Oudot (médico) y varios sherpas de gran capacidad, entre ellos Ang Tharkay, que ya había trabajado con expediciones británicas.

    Aunque la expedición tenía una estructura jerárquica clásica, marcada por el carácter organizador de Herzog, el éxito de la empresa dependería de la cohesión del grupo y del sacrificio colectivo. El Annapurna se convertiría en un escenario de tensión entre autoridad, camaradería, sufrimiento físico y decisiones difíciles.

    Exploración a contrarreloj

    Tras descartar el Dhaulagiri, la expedición se instaló en el valle del Kali Gandaki, cerca de la aldea de Tukucha. Desde allí iniciaron marchas de reconocimiento hacia el norte, a través de glaciares inexplorados, buscando una posible vía de acceso al Annapurna. Fue Louis Lachenal quien vislumbró por primera vez una ruta viable: una larga arista que ascendía hacia la cima desde el norte, a través de una vertiente aparentemente más accesible que la sur, extremadamente escarpada.

    El acceso al glaciar de la cara norte requería abrir una ruta desde el fondo del valle hasta una cota suficiente para instalar campamentos de altura. En este proceso, los alpinistas trabajaron durante días en condiciones extremas, cruzando puentes colgantes, superando grietas traicioneras y soportando temperaturas glaciales. Todo esto sin aclimatación adecuada ni información previa.

    Finalmente, lograron establecer una serie de campamentos que permitirían el asalto a la cumbre. El último de ellos, el campamento V, se instaló a unos 7.400 metros, apenas por debajo de la zona de la muerte. Allí se concentraría el momento decisivo de la expedición.

    La cima y el precio

    El 3 de junio de 1950, Maurice Herzog y Louis Lachenal partieron del campamento V hacia la cumbre. No llevaban oxígeno suplementario. El ascenso fue lento, penoso y peligrosamente expuesto a las avalanchas y al viento. Durante las últimas horas, la visibilidad fue reducida y el frío, extremo. Según relató Herzog en su famoso libro Annapurna, primer ochomil, en el tramo final los dos hombres escalaron como autómatas, completamente agotados.

    Alrededor de las dos de la tarde, alcanzaron la cima del Annapurna. El primer ochomil había sido conquistado. No hay fotografías del momento: la cámara se congeló. Herzog plantó una bandera francesa y enterró una pequeña cruz en la nieve. Lachenal, por su parte, ya manifestaba los primeros signos de congelación severa. Herzog, en su empeño por alcanzar la cima sin guantes para manipular el equipo, sufrió daños gravísimos en ambas manos.

    El descenso fue un calvario. Los dos alpinistas, semiinconscientes y con los pies y manos helados, se arrastraron montaña abajo hasta el campamento. Allí los recogieron Terray y Rébuffat, que protagonizaron uno de los rescates más dramáticos de la historia del alpinismo, bajando a sus compañeros a pulso, en condiciones límite, a través de glaciares inestables y bajo la amenaza de tormentas.

    La travesía de regreso hasta el hospital improvisado en Pokhara duró más de una semana. El sufrimiento fue inimaginable. Herzog perdió todos los dedos de las manos y varios de los pies. Lachenal sufrió amputaciones similares. El precio de la gloria fue altísimo.

    Épica y controversia

    La expedición fue recibida en Francia con fervor patriótico. Herzog, carismático y bien conectado políticamente, fue aclamado como héroe nacional. Su libro Annapurna, premier 8000, publicado en 1951, se convirtió en un éxito editorial sin precedentes y en lectura obligatoria para generaciones de alpinistas. “Hay otros Annapurnas en la vida de los hombres”, escribió al final de su relato, frase que resumía tanto el espíritu de superación como la dimensión existencial de la aventura.

    Pero no todo fue armonía. Décadas después, surgieron voces críticas que cuestionaban la versión oficial de los hechos. Louis Lachenal, fallecido en un accidente de esquí en 1955, había dejado diarios en los que expresaba dudas sobre el liderazgo de Herzog y la decisión de seguir adelante pese a las condiciones médicas adversas. Lionel Terray también publicó sus memorias (Los conquistadores de lo inútil), donde aportaba matices al relato heroico dominante.

    En 1996, la publicación de los diarios de Lachenal desató una fuerte polémica en Francia. En ellos, el alpinista expresaba su frustración por las decisiones unilaterales de Herzog, su temor por las congelaciones y su convicción de que la cima no valía el precio que estaban pagando. La figura de Herzog, hasta entonces intocable, comenzó a ser objeto de revisión crítica.

    Aun así, la hazaña no perdió su brillo. Más allá de las tensiones personales y políticas, el hecho sigue siendo monumental: la conquista de un ochomil, sin cartografía, sin experiencia previa en el Himalaya, sin oxígeno artificial y con medios rudimentarios. El Annapurna fue, más que una ascensión, un salto al vacío de la voluntad humana.

    Un legado imborrable

    La primera ascensión al Annapurna marcó un antes y un después en el himalayismo. No solo inauguró la era de los ochomiles, sino que estableció un nuevo paradigma de exploración, audacia y resistencia física y mental. En los años siguientes, todas las demás cumbres de más de 8.000 metros fueron escaladas, pero ninguna bajo condiciones tan precarias y con una carga simbólica tan poderosa.

    El Annapurna, sin embargo, mantendría su reputación letal. Décadas más tarde, sería considerado el ochomil más peligroso, con una de las tasas de mortalidad más altas. La vía francesa por la cara norte ha sido repetida en contadas ocasiones; la mayoría de las expediciones actuales eligen rutas menos expuestas, aunque igualmente comprometidas.

    En 2010, durante el 60º aniversario de la ascensión, diversos actos recordaron a los protagonistas de la gesta. En Francia, se reeditaron libros y documentales; en Nepal, se colocaron placas conmemorativas. Maurice Herzog, ya octogenario, fue homenajeado con todos los honores. Fallecería en 2012, como uno de los últimos grandes nombres de la edad heroica del alpinismo.

    Hoy, el Annapurna sigue siendo un símbolo. No solo de conquista, sino de las preguntas que todo alpinista se formula al mirar hacia lo alto: ¿hasta dónde vale la pena llegar? ¿Qué precio estamos dispuestos a pagar por una cima? ¿Hay otros Annapurnas en nuestras propias vidas?

    La historia de aquella expedición de 1950 no ofrece respuestas fáciles. Pero sí una lección inquebrantable sobre el poder de la voluntad, la fragilidad del cuerpo y la belleza —terrible y absoluta— de la montaña.

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